La llegada de refugiados

Cuando las naciones se convierten en territorios cerrados, orgullosos de sus exclusivas bondades, de su ser, de su existencia, y todo lo ajeno y diferente se convierte en hostil y desdeñable, los resultados ni  son buenos ni lo han sido a lo largo de la historia.

En la Europa del siglo XX se luchó de manera encarnizada entre naciones e imperios que aspiraban a defender lo «suyo», Aquello que cada uno creía que le correspondía o podía corresponder. Las trincheras no permitían ni siquiera ver al enemigo, los muros no dejaban vislumbrar lo que había al otro lado y  las alambradas señalaban la tierra prohibida o “la tierra de nadie”.

El sentimiento de lo nacional, de lo propio, de lo que creemos nuestro y exclusivo, se extiende, también, hoy por Europa. Algunos países piensan que estarán mejor protegidos y más defendidos con todo lo suyo, con sus pertenencias, con quienes llevan generaciones y generaciones en el mismo lugar. Pero no ha sido así a lo largo de la historia.

Las barreras levantadas, las fronteras abiertas, la circulación de las personas -sin menoscabo de supervisión y controles- ha producido progreso en las economías, en las ciencias, en los derechos y en las libertades. Apellidos polacos, alemanes, ingleses, húngaros, árabes, judíos y españoles se han repartido por los continentes. Y han ayudado a construir admirables democracias.

¿Y ahora vamos a repetir los muros, a excavar trincheras más modernas, a levantar mejores alambradas? ¿O quizás seamos capaces de acoger, como lo fuimos antaño, a quienes huyen de la guerra, a quienes no pueden sentir orgullo alguno por pertenecer a un país donde se les persigue?

España hace muy bien en acoger la llegada de refugiados por la vía del reasentamiento y de la reubicación, con la importante colaboración de ayuntamientos y comunidades autónomasestablecida por la Unión Europea. Los avances y logros de nuestra nación han sido siempre el resultado de la sumas; nunca de las restas.


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