11/04/2017

El pasado domingo la comunidad cristiana celebraba la fiesta de ramos, el comienzo de la Semana Santa, y hubo quien se empeñó en teñir de sangre esa celebración. Dos iglesias coptas, situadas en las ciudades egipcias de Tanta y Alejandría, sufrieron ataques cuyo balance de muertos y heridos aún no está cerrado. Un episodio más en la sucesión de crímenes de odio que se suceden en todas partes del mundo. Un horror, que como todas las sinrazones, ha sesgado vidas e ilusiones de personas inocentes que merecen nuestro recuerdo, nuestra solidaridad práctica y que reivindiquemos su vida y su dignidad.

Fiel a la lógica perversa, compartida por todo grupo que aspire a lograr sus objetivos mediante el terror, el llamado Estado Islámico (ISIS o DAESH según las siglas que se empleen) demostró una vez que en su idea de la comunidad  todo lo que no responda a sus planteamientos sobra y estorba.

En realidad le sobramos la gran mayoría de los seres humanos porque hemos cometido la tremenda desfachatez de conducirnos con un criterio moral distinto de aquello que se consideran a sí mismo “los puros”, los únicos dignos de dirigir esta tierra y de proclamar una fe y el mensaje divino. Incluso los propios fieles de la religión que dicen defender deben temer el zarpazo de estos defensores de la ortodoxia. Así lo demuestra el intento de atentado el mismo día contra una mezquita considerada un importante centro sufí.

Es lo que tiene el odio, que necesita un número creciente de enemigos a los que combatir, manteniendo así un estado de excepción permanente, para evitar tener que enfrentarse a los problemas reales frente a los que todos los integrismos fracasan invariablemente.

Y desde esa lógica poco les importa que las autoridades religiosas de todos los credos, comenzando por la de la propia Universidad de Al Azhar, hayan clamado contra esta interpretación desviada de una doctrina y una fe que comparten millones de personas. Poco les importa también que millones de musulmanes se sientan hoy avergonzados porque unos locos hayan secuestrado su fe y sus creencias para justificar una escalada de destrucción del otro. Ellos son los puros, dicen estar en la  verdad y su discurso se alimenta de la misma retórica frentista y dañina que ellos mismos provocan.

Invocando el nombre de Dios, al que el Corán desde la primera aleya llama “el compasivo, el misericordioso”, se empeñan en dibujar una imagen de su religión que se contradice con el nombre mismo del Islam, cuya raíz es “silm” que significa precisamente “paz”. ¿Qué paz pueden buscar quienes así actúan? ¿Qué sociedad pretenden implantar? ¿Acaso la paz de los cementerios?

Nuestro recuerdo y todo nuestro afecto han de ir para las víctimas, los muertos y heridos en estos atentados y en los muchos otros que les han precedido. Ellas han pagado con su sangre el alto precio de ser diferentes, de ser coherentes con lo que sienten. Su vida ha sido el tributo de su libertad y la de sus hermanos. El 10 por ciento de la población de Egipto profesa la fe copta. Sin ellos – su propio nombre tiene precisamente la misma raíz que el nombre del país  en griego antiguo- el Egipto que conocemos no existiría. Hoy la comunidad copta en Egipto está pasando por una dura prueba, que aboca a muchos de sus miembros a plantearse la idea de abandonar su hogar ancestral. Egipto debe recibir ayuda para combatir a los terroristas y los coptos no deben sentirse desamparados ante estos ataques.

Nuestras condolencias también deben llegar a las autoridades y a la sociedad egipcia, probada una vez más por el desafío de quienes se empeñan en empequeñecerla convirtiendo a sus ciudadanos en una masa uniforme donde el diferente no tenga cabida. El pueblo egipcio sabrá ver la mentira que se esconde tras la retórica del ISIS; sabrá sacar fuerzas de la fraternidad de sus ciudadanos, piensen lo que piensen y sean de la religión que sean. Esa es, sin duda, la mejor forma de combatir a los violentos, negar sus premisas que establecen una división sustancial e insuperable entre unos y otros.

Ante hechos como estos, cuando vemos desfilar ante nosotros por televisión las imágenes de los cadáveres, del pánico y el desvalimiento de los heridos, nuestro ánimo no puede permitirse flaquear. En España lo sabemos bien porque también aquí hemos tenido que hacer frente durante muchos años a esta lacra manifestada en diversas formas. Nuestra fuerza es mayor porque tenemos la razón de nuestra parte. Los terroristas nos podrán hacer daño, causar dolor y pérdidas como en este caso, pero no pueden ganar porque la idea misma que los anima es estéril. Hace falta, eso sí, que las sociedades que los sufren sean conscientes de ello y decidan plantarles cara a los matones y a quienes los protegen.

Este no es un problema de los coptos, sino de todos los egipcios y ahí está la más importante baza para enfrentarse con el ISIS. Como defensores de los derechos humanos anhelamos que  Egipto eleve su voz frente a cada atentado para decir, alto y claro, como dijimos nosotros en España y diremos cuantas veces sea necesario, “basta ya”.


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