02/02/2016
Debe ser muy difícil disuadir a personas que quieren marcharse de un país por sentirse perseguidas, inseguras o amenazadas, de que no lo intenten. Aquellas que huyen de Siria, de Eritrea o de lugares todavía más lejanos saben que tendrán que cruzar seis o siete fronteras hasta llegar a uno de los países de la U.E. a los que una mayoría pretende llegar.
El sistema de cuotas establecidas por la Comisión europea en septiembre de 2015 para que los países de la U.E. acogieran a estas personas ante la llegada a Grecia, Italia, Jordania y Turquía de miles y miles de personas solicitantes de refugio y asilo, ha sido superado por avalanchas humanas que por distintos medios, siempre en las peores condiciones, tratan de llegar. También, la burocracia infinita en los lugares establecidos para su identificación y remisión a un país o ciudad debe contribuir a que, por ejemplo, España haya recibido, al 2 de febrero de 2016, de las 17.000 personas que le corresponderán, a 18. Cifra que no necesita calificativos.
La generosa Europa del pasado verano ha dado marcha atrás. Cada país trata de arreglárselas como puede para establecer fronteras contrarias al principio de libertad de circulación, levantar alambradas, declarar que los centros de acogida están saturados y cerrar sus puertas, y suprimir transportes que con tanto altruismo facilitaban hace unos meses.
Las imágenes de los botes repletos, arrimados hacia la orilla por personas con chalecos naranjas o amarillos ya no nos espantan; las filas de personas que caminan con mantas sobre sus cabezas ya no nos alteran; los niños acurrucados sobre maletas y mochilas a pocos metros de coches cubiertos de nieve no nos quitan el sueño. Son imágenes cotidianas al lado de titulares que dan cuenta de las protestas en ciudades por recibir a tantos refugiados.
La preocupación de autoridades locales por donde alojar y atender a los llegados, se comprende bien; las protestas ante hechos contrarios a la ley, cometidos por personas que pretenden solicitar asilo, también se comprenden. Pero ¿la confiscación de bienes?
La confiscación supone la apropiación del patrimonio de una persona por parte del Estado, y eso ha sido siempre propio de regímenes totalitarios. Ese Estado se adueña de lo que no le pertenece porque así lo decide pues tiene poder para ello. No hay división de poderes, no hay sentencias judiciales, tampoco hay, en este caso, conmiseración.
Dinamarca, país que ha decidido confiscar bienes de refugiados para que contribuyan a su propio sustento, es una respetada democracia. Y por ello, la institución del Defensor del Pueblo, que vela por el cumplimiento de los Derechos Humanos, no puede suscribir pero tampoco comprender cómo ha tomado semejante injusta medida, contraria al Estado de derecho.
Recomendaciones formuladas por el Defensor del Pueblo:
30/11/2015. Protocolo de actuación para facilitar el acceso a España a los familiares de ciudadanos que ya son beneficiarios de protección internacional
15/10/2015. Refuerzo del personal destinado a la tramitación de las solicitudes de asilo en el Puesto Fronterizo de Beni Enzar (Melilla)
09/10/2015. Diseño de un programa educativo específico para los menores que se encuentran en el Centro de Estancia Temporal (CETI) de Melilla
09/10/2015. Traslado a la península de las familias con menores y personas con discapacidad física que están en el Centro de Estancia Temporal para inmigrantes (CETI) de Melilla
07/10/2015. Asistencia social a los solicitantes de asilo en el puesto fronterizo de Beni Enzar (Melilla)